domingo

La contundencia del querer

Siempre he pensado que los que dicen "te quiero mucho", en realidad te quieren poco, o tal vez añaden el "mucho", que en este caso significa "poco", por timidez o por miedo a la contundencia del "te quiero". El "mucho" hace que el "te quiero" se convierta en algo apto para todo publico, cuando, en realidad, nunca lo es. "Te quiero", las palabras mágicas que pueden convertirte en un perro, un dios, un chiflado, una sombra.  





Riachuelo e idiosincrasia


Detrás de esas fachadas, que eran mascarones, vivían los pobres de la ciudad. Y en las dos orillas del Riachuelo miles de personas habían construido sus casas en los terrenos vacíos (...) Desde el puente se podía ver la extensión del caserío: rodeaba el río negro y quieto, lo bordeaba y se perdía de vista donde el agua formaba un codo y se iba en la distancia, junto a las chimeneas de fabricas abandonadas. Hacía años, también, que se hablaba de limpiar el Riachuelo, ese brazo del Río de la Plata que se metía en la ciudad y luego se alejaba hacia el sur, elegido durante un siglo para arrojar desechos de todo tipo, pero, sobre todo, de vacas. Cada vez que se acercaba al Riachuelo, la fiscal recordaba la historia que contaba su padre, trabajador durante un tiempo muy corto de los frigoríficos orilleros: cómo tiraban al agua los restos de carne y huesos y la mugre que traía el animal desde el campo, la mierda, el pasto pegoteado. "El agua se ponía roja", decía. "A la gente le daba miedo".

También le explicaba que ese olor a Riachuelo, profundo y podrido, que con cierto viento y la humedad constante de la ciudad podría flotar en el aire durante días, lo causaba la falta de oxígeno del agua. La anoxia, La materia orgánica se come el oxigeno de los líquidos. El río negro que bordeaba la ciudad básicamente estaba muerto, en descomposición: no podía respirar. Era el río más contaminado del mundo, aseguraban los expertos. Quizá hubiese alguno en China con el mismo grado de toxicidad: el único lugar del mundo comparable. Pero China era el país más industrializado del mundo: Argentina había contaminado ese río que rodeaba la capital, que hubiese podido ser un paseo hermoso, casi sin necesidad, casi por gusto.

Que a sus orillas se hubiese construido ese caserío, la Villa Moreno, deprimía a Marina. Solo gente muy desesperada se iba a vivir ahí, al lado de esa fetidez peligrosa y deliberada.

(...)

Durante años pensé que este río podrido era parte de nuestra idiosincrasia , ¿entendés? Nunca pensar en el futuro, bah, tiremos toda la mugre acá, ¡se la va a llevar el río! Nunca pensar en las consecuencias, mejor dicho. Un país de irresponsables. Pero ahora pienso diferente Marina. Fueron muy responsables todos los que contaminaron este río. Estaban tapando algo, ¡no querían dejarlo salir y lo cubrieron de capas de aceite y barro! ¡Hasta llenaron el río de barcos! ¡Los dejaron estancados ahí!
- De qué estas hablando.
-No te hagas la estúpida. Nunca fuiste estúpida. Los policías empezaron a tirar gente al agua porque ellos sí son estúpidos. Y la mayoría de los que tiraron se murieron, pero varios lo encontraron. ¿Sabés lo que viene acá? La mierda de las casas, toda la mugre de los desagües, ¡todo! Capas y capas de mugre para mantenerlos muerto o dormido. Y funcionaba hasta que empezaron a hacer lo impensable; nadar bajo el agua negra.

Mariana Enriquez - "Las cosas que perdimos en el fuego"

sábado

ELOGIO DEL CRIMEN, por Karl Marx





El filósofo produce ideas, el poeta poemas, el cura sermones, el profesor compendios, etc. El delincuente produce delitos. Fijémonos un poco más de cerca en la conexión que existe entre esta última rama de producción y el conjunto de la sociedad y ello nos ayudará a sobreponemos a muchos prejuicios. El delincuente no produce solamente delitos: produce, además, el derecho penal y, con ello, al mismo tiempo, al profesor encargado de sustentar cursos sobre esta materia y, además, el inevitable compendio en que este mismo profesor lanza al mercado sus lecciones como una “mercancía”

(...)


No sólo produce manuales de derecho penal, códigos penales y, por tanto, legisladores que se ocupan de los delitos y las penas; produce también arte, literatura, novelas e incluso tragedias, como lo demuestran, no sólo La culpa de Müllner o Los bandidos de Schiller, sino incluso el Edipo [de Sófocles] y el Ricardo III [de Shakespeare]. El delincuente rompe la monotonía y el aplomo cotidiano de la vida burguesa. La preserva así del estancamiento y, provoca esa tensión y ese desasosiego sin los que hasta el acicate de la competencia se embotaría. Impulsa con ello las fuerzas productivas. El crimen descarga al mercado de trabajo de una parte de la superpoblación sobrante, reduciendo así la competencia entre los trabajadores y poniendo coto hasta cierto punto a la baja del salario, y, al mismo tiempo, la lucha contra la delincuencia absorbe a otra parte de la misma población.


(...)


Podríamos poner de relieve hasta en sus últimos detalles el modo como el delincuente influye en el desarrollo de la productividad. Los cerrajeros jamás habrían podido alcanzar su actual perfección, si no hubiese ladrones. Y la fabricación de billetes de banco no habría llegado nunca a su actual refina-miento a no ser por los falsificadores de moneda. El microscopio no habría encontrado acceso a los negocios comerciales corrientes (véase Babbage) si no le hubiera abierto el camino el fraude comercial. Y la química práctica, debiera estarle tan agradecida a las adulteraciones de mercancías y al intento de descubrirlas como al honrado celo por aumentar la productividad.


El delito, con los nuevos recursos que cada día se descubren para atentar contra la propiedad, obliga a descubrir a cada paso nuevos medios de defensa y se revela, así, tan productivo como las huelgas, en lo tocante a la invención de máquinas. (...) ¿Y no es el árbol del pecado, al mismo tiempo y desde Adán, el árbol del conocimiento? 

Viva el chusma!

La sociología es develar la potencia política de lo cotidiano.
Esta nota habla de la importancia revolucionaria y libertaria del conventillear, leanlá



martes

ISO 9001



- ¿A qué se refiere?
- A la voluntad -dijo él-. Cuando dije "voluntad" me refería a la buena voluntad.¿se entiende?
- Se entiende, decir mala voluntad es como decir amor propio. Calificar una virtud es igual que negarla.
Pablo Ramos en Hasta que puedas quererte solo 

Hasta que puedas quererte solo



Casi siempre un adicto, un alcohólico, sabe exactamente por qué vuelve a consumir. Hasta se podría decir que, en silencio, su mente lo planea y va concediendo terreno a una idea que en principio es un germen, algo pequeño y a priori inofensivo, pero que está destinado a crecer como una planta, una planta carnívora. Es una idea simple, instalada en la tierra fértil de una mente obsesiva, la mente de un adicto: “Esta vez va a ser distinto”. Y la idea crece, lógica y coherente. Porque es lógico y coherente pensar así, ya que si otro puede, ¿por qué no voy a poder yo? Y entonces la planta despliega sus tallos y nace una ilusión: “Todo está bajo control”. Y ese control ilusorio, o esa ilusión de control, despliega también sus tallos y sus hojas y se expande hacia todos los aspectos de nuestra vida con una energía ingobernable y letal. Más o menos rápido según las personas, según las circunstancias, pero igual de feroz al final del trayecto: todos los adictos sabemos cómo empezamos, ninguno de nosotros sabe cómo ni cuándo va a terminar.

Escribir es, entre otras cosas, civilizar el dolor. Y yo, que alguna vez me sentí un deficiente moral, un ser perverso que sufría y hacia sufrir a los demás, un día escuché con alivio la palabra “enfermedad”. Que tenía una enfermedad es lo que escuché; y que la enfermedad podía tratarse, y que el consumo compulsivo podía parar. Jamás había pensado, hasta ese día, que la palabra “enfermedad” podía hacerme suspirar de alivio. Y escuché, durante horas y en silencio, a esos compañeros que hablaban de tres, cuatro, cinco, diez, quince años sin drogas ni alcohol. ¿Años sin drogas ni alcohol? La vida sin drogas ni alcohol es imposible, aburrida, sin sentido, mejor morir, mejor seguir igual, mejor sufrir que disfrutar de la vida sin drogas ni alcohol. ¿Cómo es eso? ¿Mejor sufrir que disfrutar de la vida sin drogas ni alcohol? Así de grande es el problema, así de sutil la locura, así de oscura la condición del alma, así de incurable la enfermedad que doblega al adicto.


Escribo estas palabras con las manos endurecidas. El cuerpo tiene sed y el alma se siente sola, pero me siento mejor al rememorar las palabras de mi anfitrión, las palabras que me dijo el compañero cincuentón, ese que el azar quiso que yo nunca volviera a ver, ese del cual no recuerdo casi nada, excepto el bronceado y el oro falsos. “Pase lo que pase vos vení”, me dijo, “que acá te vamos a querer, hasta que puedas quererte solo”.

sábado

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la única manera de estar completos es arriesgarnos a que alguien nos rompa

martes

Sobre drogas y drogones



El eslabón más débil
 Por Federico Pavlovsky * en página 12



Casi cien años después del comienzo de la “guerra contra las drogas”, y por estos días de invierno en Buenos Aires, un joven en una plaza porteña es detenido por la fuerza policial, desnudado, interrogado, evaluado por un psicólogo de la Fuerza, y luego de unas cuantas horas es liberado. El delito: fumar marihuana en la vía pública (y, claro, tener marihuana en su poder). ¿Un caso aislado? No. La ilusión que el castigo y la amenaza erradicarán el uso de sustancias parece ser una creencia fuertemente arraigada en nuestra sociedad. En estos días, y simultáneamente, ocurren una serie de hechos notables; el Gobierno lanza un plan de “narcotráfico cero” con la ilusión de que la táctica cuasi bélica erradicará el problema, se cumplen treinta años del fallo Bazterrica (que declaró inconstitucional perseguir a consumidores) y en una plaza de Rosario se realiza un megaoperativo para detener a “delincuentes peligros” cuyo “delito” es consumir sustancias. Es curioso, porque los experimentos conductuales demuestran bastante bien que el castigo es un pésimo elemento para cambiar una conducta.


El periodista inglés Johann Hari, en su reciente libro Tras el grito (Paidós, 2015), ha realizado una profunda investigación sobre el mundo del comercio de las drogas y, en particular, sobre cómo los estados combaten esta problemática. Hari explora la guerra contra las drogas que se viene desarrollando desde hace 100 años y señala que la cuna de esta empresa está situada en la década de 1920 en los Estados Unidos. Esta guerra tuvo un mentor, un hombre tan temible como efectivo, que estaba a cargo de la Oficina Federal de Estupefacientes, llamado Harry Aslinger, quien se había lucido en la “guerra implacable frente al alcohol” en el marco de la Ley Seca (1920/1933). La estrategia de combate cuerpo a cuerpo que Aslinger entabló junto con sus hombres contra el alcohol, pronto se extendió a otras drogas como la cocaína, marihuana y heroína. Hari señala que al menos dos hitos impulsaron esta “guerra” contra las sustancias y los consumidores: un sentimiento fuertemente racista contra las comunidades afroamericanas y mexicana, que consumían estas sustancias con mayor intensidad, y un sentimiento de desprecio hacia los adictos. Una de las víctimas emblemáticas que tuvo Aslinger fue Billie Holiday, la genial cantante. Ella cometía cuatro “faltas” al mismo tiempo: ser negra, cantar contra el racismo, abrazar el jazz (una música que se consideraba apológica del consumo) y estar atrapada en la maraña del alcohol y la heroína. El padre de la guerra contra las drogas también fue violento y sádico con quienes intentaron ayudar a los adictos. Persiguió penalmente a médicos (fueron arrestados alrededor de 20.000) y se clausuraron centros de tratamiento y desintoxicación. Hari señala esta circunstancia como el “mayor ataque legal” cometido contra profesionales de la medicina en los Estados Unidos. Un dato interesante de la investigación de Hari es que uno de los “actores sociales” que más apoyaba las ideas del mismo Aslinger era la propia mafia como estructura: nunca fue un mejor negocio lucrar con aquello que estaba prohibido. Desde el comienzo de la prohibición (con la sanción de la Harrison Act en 1914) ocurrió una serie de consecuencias que nos alcanzan hasta la actualidad: se creó el tipo de adicto que (en el marco de su enfermedad) se ve obligado a cometer actos marginales y hasta delictivos para satisfacer su necesidad imperiosa de conseguir sustancias que son ilegales; proliferación geométrica de los sistemas de mafias (que producen, transportan y venden las sustancias ilegales), y el costo de las sustancias creció cerca de un 1000 por ciento.


Hari señala en su libro que hay que tener presente que por un lado tenemos la guerra contra las drogas, en la que el Estado lucha contra los consumidores y, por otro, la guerra por las drogas, en la que los delincuentes luchan entre sí por hacerse con el control del tráfico. La relación para Hari entre la política prohibicionista y los grandes jefes de la mafia del narcotráfico es lineal y recíproca: ambos se necesitan y forman parte de un gran negocio. Pese a los aviones sofisticados que sobrevuelan las fronteras, los radares, misiles tierra-aire, perros cocker que revisan los bolsos, enormes scanners, fumigaciones de grandes extensiones con venenos para acabar con los cultivos, la prisionización de cientos de miles de consumidores en todo el mundo (y algunos pocos narcos, en contraste), el consumo de sustancias ilegales sigue estable, la violencia social relacionada con las drogas más presente que nunca, y los costos económicos de esta guerra, infinita e imposible, en ascenso. ¿Qué pasaría si, contrariamente a lo que siempre hemos creído, la mayoría de las víctimas no son debido al efecto tóxico (real) de las sustancias de abuso, sino a una picadora de carne de dos piezas bien aceitadas: la violencia del Estado y la de los traficantes (entre sí y contra todos)? Hari señala que a diferencia de otros delitos, el tráfico de drogas tiene un formato singular, donde no se interrumpe con la detención compulsiva de adictos y dealers. El incremento de las operaciones policiales que “atrapan a un líder narco” o “a una banda de drogas” o “secuestran un fuerte cargamento” no alteran en lo más mínimo el volumen del mercado real y de ganancia, pero sí desatan olas de violencia entre traficantes que llegan a niveles de sadismo y violencia sin límites. Para Hari, las verdaderas víctimas de la guerra contra las drogas no son los carteles ni la policía, sino la gente que queda en el medio.


El segundo gran punto de este libro trata de echar una mirada sobre la esencia del comportamiento adictivo, de indagar por qué algunas personas se exponen a sustancias y quedan “enganchadas”, y otras no. El paradigma médico y neurobiológico imperante describe que la adicción es una enfermedad del cerebro, y que la exposición repetida a una sustancia potencialmente adictiva traerá como consecuencia el desarrollo de la adicción. Hari no contradice esta posición pero señala que al menos es incompleta a juzgar por la evidencia. Explica que gran parte de la postura, “reduccionista biológica”, obedece a una serie de experimentos que se hicieron con animales a principios del siglo XX. La rata dentro de una jaula, en condiciones de aislamiento (llamada “caja de Skinner”), tenía como única fuente de estímulo una palanca que al apretarse le administraba una dosis de morfina, y esta rata se autoadministraba morfina compulsivamente hasta morir. El modelo de la adicción biológica encontraba un experimento que mostraba a la perfección el carácter malicioso y autodestructivo de las sustancias. Y, de ese modo, forjaba un paradigma que sería fundante de teorías psicopatológicas, legislación regulatoria y también tratamientos para los adictos. Las ratas consumían hasta morir. Y la conclusión fue categórica: esto es lo que la droga hace en humanos. Pero aquí entra en escena el psicólogo canadiense Bruce Alexander, quien en la década de 1970 observó que esas ratas (las que elegían compulsivamente el agua con drogas) estaban solas en una jaula, sin nada que hacer y aisladas de todo. Este científico creía que la adicción a las drogas estaba menos relacionada con el perfil tóxico de la sustancia de lo que se suponía, y volvió a realizar el experimento, pero esta vez construyó un “parque de ratas”. Este era un espacio 200 veces más grande que la caja de aislamiento, donde las ratas podían jugar con otras, tener sexo y criar crías, había pelotas de colores, tubos donde introducirse, algo así como el paraíso de las ratas. Y aquí Hari señala que aconteció lo fascinante, en este experimento las ratas prácticamente no bebieron el agua con morfina, no se produjeron sobredosis y ninguna murió.


Alexander descubrió que cuando se empobrecía el ambiente de las ratas, éstas empezaban a desarrollar conductas de búsqueda compulsiva de droga, y cuando el ambiente se enriquecía con estímulos variados, las mismas ratas dejaban de buscar la droga. A pesar de las implicaciones del hallazgo (o quizá por ellas) las grandes revistas científicas (Nature y Science) rechazaron su publicación, y el trabajo de Alexander fue subestimado por la comunidad científica, ya que no cuadraba con el modelo neurobiológico estándar, y solo pudo publicar su trabajo años después y en una revista de menor impacto.


Los experimentos de Bruce Alexander le sirvieron a Hari para resaltar el hecho de que los seres humanos parecen haber evolucionado con una profunda necesidad de establecer vínculos, y esa necesidad de ligazón es esencial para estar y sentirse vivos. Y explica que aquellas personas que no pueden entablar lazos saludables porque están traumatizados, enfermos o simplemente golpeados por la vida, entablarán lazos con elementos no saludables que sustituyen ese contacto. Para Hari, lo opuesto a la adicción no es la sobriedad, sino la conexión. La posibilidad de hacer lazo genuino con la sociedad.


Para quienes pensamos, como Bruce Alexander y Johann Hari, que la adicción no admite una recuperación individual sino social, este libro ilumina el camino y hace audibles los gritos de las víctimas de la guerra contra las drogas. Como sociedad estamos dentro de la jaula vacía, aislada y desolada; el tipo de callejón sin salida en donde consumir compulsivamente (sustancias o bienes de consumo) seguirá siendo una opción cercana, lógica y deseada, para muchos. Necesitamos construir nuestro “parque de ratas”, donde los lazos saludables y las oportunidades sean escenarios más atractivos que el consumo de sustancias. No hace falta que visualicemos bolsas de cocaína o plantas de marihuana, están el Pokémon k.o., el abuso alienado de alcohol, los chicos fanatizados frente a una pantalla doce horas por día, o la angustia frente a un celular casi sin batería. Somos el consumo compulsivo.


Desde la perspectiva de la salud pública se impone un giro, ofrecer opciones de tratamiento cercanas, amigables y no enjuiciadoras y minimizar los daños, en muchos casos. Comenzar a soñar con una sociedad que ofrezca una salida, que otorgue becas de estudio y opciones laborales a los pacientes en recuperación. Un sistema de salud pública que vuelva a conectar a los pacientes adictos a la sociedad y que no los encierre, expulse o ignore.


Luego de más de cien años de guerra contra las drogas es necesario sentenciar en forma definitiva que estamos frente a un problema de salud, de salud ambiental. Es imperioso que el adicto se aleje, de una vez y para siempre, de las páginas del Código Penal e ingrese en la agenda social, como una de las grandes deudas que la sociedad tiene con un sector de la población históricamente castigado.
* Médico psiquiatra.

domingo

La devoción por los santos y la cuestión social

Las prácticas mágicas son un lenguaje y un modo de vínculo cotidiano de muchos grupos sociales donde la acción individual se extiende en una red dispersa de “influencias” que van más allá de la imagen moderna del individuo entendido como un sujeto autónomo y autosuficiente. Son parte importante de su engranaje sociocultural en la medida en que dan cuenta de una trama amplia de concepciones integradas de la vida social donde no es fácil separar las “esferas” de lo corporal, lo anímico, lo sagrado, la familia, el trabajo o la política. La magia se encuentra sobre todo en las sociedades indígenas, el mundo campesino y sectores populares urbanos, pero no es exclusiva de esos colectivos.

La idea de que el control de la vida cotidiana recae en la responsabilidad individual de las personas es relativa a una concepción del mundo parcialmente presente en los sectores ilustrados (...)

La centralidad de las prácticas mágicas ha sido y sigue siendo fuertemente invisibilizada y condenada moralmente en la Argentina. Identificada durante décadas con la imagen de lo “tradicional”, lo “atrasado”, lo “arcaico” e incluso lo “folclórico”, la imagen pública de la magia se encuentra en sintonía con una autoconcepción de la nación como sinónimo de lo “civilizado”, “ilustrado”, “secular” e incluso con marcadores étnicos: la Argentina culta y secular es también blanca. Aun cuando esa autopercepción de lo nacional se articula con lo religioso, lo hace de la mano de un catolicismo romanizado que se suma a la estigmatización ilustrada de lo mágico. Si bien la cacería de brujas del catolicismo colonial no existe en la actualidad, la persecución continúa por otros medios en la invisibilización y la ridiculización que regulan lo religiosamente aceptado y tolerable.

Ya no es la Iglesia Católica solamente la que persigue a la magia, sino la alianza entre aquélla y el Estado secular, por medio de dispositivos cotidianos y capilares como los medios de comunicación o el saber médico-psicológico. Se dice, por ejemplo, que la magia es resultado de la “ignorancia” o la falta de educación, como si una explicación naturalista de la aflicción y el bienestar fuese moralmente más elevada y no una más entre otras posibles. Se dice que la magia es consecuencia de la “crisis económica” o la “crisis social”, como si sólo fuera un recurso válido en condiciones excepcionales y no el modo habitual en que un grupo social intenta resolver el malestar producido por la incertidumbre de la vida cotidiana. Se dice también que la magia es consecuencia de la desinstitucionalización de la religión, como si lo religioso fuese idealmente una estructura eclesial y la magia una versión menor y degradada, cuando en realidad ninguna de las llamadas iglesias existiría sin un trasfondo mágico que le dé sentido.

San Cayetano en clave política