domingo

Nadie elige lo peor porque sí


Nadie podía imaginar cómo ni por qué se encendía mi padre. Mucho menos éramos capaces de adivinar cuándo eso podía suceder. Podía empezar arrojando un plato contra la pared, en medio de una cena, por algo que le pasaba por la cabeza y que mi madre se encargaba de activar con una palabrita que diera en la tecla y acabara por detonar la bomba. En esas ocasiones mi padre tenía el semblante que imagino habrá tenido Moisés cuando al bajar del monte Sinaí, cargado del peso de la Ley, vio que su familia, sus amigos, su pueblo, no habían podido esperarlo y ya estaban adorando a un nuevo dios. Nunca se preguntó ni les preguntó si les pasaba algo. Porque algo les tuvo que haber pasado. Nadie elige lo peor porque sí. ¿Su gente no había podido esperar o aprovecharon que él se había ido para relajarse un poco, para descomprimir su padecimiento y festejar que estaban vivos? Inventaron un dios que se pudiera tocar, uno que en definitiva les permitiera la alegría y el desenfreno, la orgía, la embriaguez, y los despojara de sentir culpa por ser lo que eran: esclavos, pobres, vagabundos perdidos en un desierto interminable por un tiempo interminable. Obligados a agradecer el maná diario: una baba repugnante que no podía llenar el estómago de un hombre más que de asco y desolación. Las leyes de Yahvé eran demasiado duras y ellos inventaron un dios (porque un dios hay que tener) que casi no tenía leyes y las pocas que tenía eran tan humanas, tan inmundas y humanas que a nadie le hubiera costado ni un mínimo esfuerzo cumplirlas.

Fragmento de "La ley de la ferocidad" de Pablo Ramos

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