
Casi siempre un adicto, un alcohólico, sabe exactamente por qué vuelve a consumir. Hasta se podría decir que, en silencio, su mente lo planea y va concediendo terreno a una idea que en principio es un germen, algo pequeño y a priori inofensivo, pero que está destinado a crecer como una planta, una planta carnívora. Es una idea simple, instalada en la tierra fértil de una mente obsesiva, la mente de un adicto: “Esta vez va a ser distinto”. Y la idea crece, lógica y coherente. Porque es lógico y coherente pensar así, ya que si otro puede, ¿por qué no voy a poder yo? Y entonces la planta despliega sus tallos y nace una ilusión: “Todo está bajo control”. Y ese control ilusorio, o esa ilusión de control, despliega también sus tallos y sus hojas y se expande hacia todos los aspectos de nuestra vida con una energía ingobernable y letal. Más o menos rápido según las personas, según las circunstancias, pero igual de feroz al final del trayecto: todos los adictos sabemos cómo empezamos, ninguno de nosotros sabe cómo ni cuándo va a terminar.
Escribir es, entre otras cosas, civilizar el dolor. Y yo, que alguna vez me sentí un deficiente moral, un ser perverso que sufría y hacia sufrir a los demás, un día escuché con alivio la palabra “enfermedad”. Que tenía una enfermedad es lo que escuché; y que la enfermedad podía tratarse, y que el consumo compulsivo podía parar. Jamás había pensado, hasta ese día, que la palabra “enfermedad” podía hacerme suspirar de alivio. Y escuché, durante horas y en silencio, a esos compañeros que hablaban de tres, cuatro, cinco, diez, quince años sin drogas ni alcohol. ¿Años sin drogas ni alcohol? La vida sin drogas ni alcohol es imposible, aburrida, sin sentido, mejor morir, mejor seguir igual, mejor sufrir que disfrutar de la vida sin drogas ni alcohol. ¿Cómo es eso? ¿Mejor sufrir que disfrutar de la vida sin drogas ni alcohol? Así de grande es el problema, así de sutil la locura, así de oscura la condición del alma, así de incurable la enfermedad que doblega al adicto.
Escribo estas palabras con las manos endurecidas. El cuerpo tiene sed y el alma se siente sola, pero me siento mejor al rememorar las palabras de mi anfitrión, las palabras que me dijo el compañero cincuentón, ese que el azar quiso que yo nunca volviera a ver, ese del cual no recuerdo casi nada, excepto el bronceado y el oro falsos.
“Pase lo que pase vos vení”, me dijo, “que acá te vamos a querer, hasta que puedas quererte solo”.