Cuando era chica venía en el diario unas figuritas bastante misóginas que se llamaban Amor es...
Entendiendo la compleja tarea en la que se embarcaban, la tira cambiaba cada día, como dando pequeñas pistas -durante décadas que duró su publicación- para ir entendiendo de que se trata esto que llamamos amor.
Hoy leí algo sobre el amor, y sentí que el ser humano siempre vuelve sobre la misma pregunta, tratar de completar la frase Amor es... A los treinta (31) uno cambia las figuritas por otras cosas que luego serán otras, Comparto mi Amor es... del día
A los cuarenta y tres años, William Stoner aprendió lo que otros, mucho más jóvenes, habían aprendido antes que él: que la persona que uno ama al principio no es la persona que uno ama al final, y que el amor no es un fin sino un proceso mediante el cual una persona intenta conocer a otra.
En su primera juventud Stoner había considerado el amor como un estado absoluto de la existencia al que uno podía tener acceso si la suerte lo ayudaba; al madurar había decidido que era el paraíso de una religión falsa que se debía enfrentar con sardónico escepticismo, cálido desdén y embarazosa nostalgia. En su madurez comenzó a entender que no era un estado de gracia ni una ilusión; lo veía como un acto humano de transformación, un estado que se inventaba y modificaba momento a momento y día a día, con la voluntad, la inteligencia y el corazón
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